REFLEXIONES DEL FORO DE CRISTIANOS GASPAR GARCÍA LAVIANA DE ASTURIAS ANTE LA ELECCIÓN DE UN NUEVO PAPA

Marzo 2013

 

Los componentes del Foro Gaspar García Laviana, sacerdotes y seglares, somos conscientes de la importancia que tiene la elección de un nuevo Papa para la vida de la Iglesia y por eso queremos ofrecer estas sencillas reflexiones, hechas desde nuestra fe cristiana, fundamentada en una profunda radicación en la Iglesia, sacramento del Reino del Dios, anunciado por Cristo en el Evangelio.

 

Constatamos que en la Iglesia actual existen diferentes formas de vivir y anunciar la fe. Y entre ellas destaca una, seguramente mayoritaria, que prefiere conservar celosamente la tradición religiosa acrisolada durante siglos y no arriesgar, siendo fiel al magisterio oficial. Otra, con toda seguridad minoritaria, apuesta por arriesgar con la valentía de los profetas, para encontrar nuevos estilos de hacer creíble la Buena Noticia del Señor en un mundo moderno y posmoderno en profunda evolución, cada vez más secularizado y cerrado sobre sí mismo. Nos sentimos en sintonía con esta última, y nos agradaría mucho que el nuevo obispo de Roma transitara por los mismos derroteros, mirando a un horizonte de renovaciones profundas. Que apostara por una Iglesia evangélica, lo cual equivale a decir pobre y sencilla, y al mismo tiempo, con rostro alegre, como el de los primeros discípulos de Jesús que perseveraban «con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón» (Hechos, 2, 46). Al fin y al cabo, la Iglesia no es más que un instrumento al servicio del Reino de Dios, el argumento central de la predicación de Jesús: una fraternidad, en la que los únicos privilegiados son los desposeídos en este mundo «por la riqueza de la iniquidad». Cuanto más miramos hacia atrás y analizamos la historia de la Iglesia nos damos cuenta de que en los tiempos fuertes de reforma, capítulos luminosos que siguieron a «épocas oscuras», siempre se enfatiza sobre la necesidad de volver a una religiosidad evangélica, determinada por la austeridad y la pobreza: y no sólo mediante el uso pobre de las cosas mundanas, sino con la renuncia de todo lo que sonara a riqueza y a poder.

Cuánto nos gustaría decir con verdad aquellas hermosas metáforas de un conocido poema de Pedro Casaldáliga: «Yo, pecador y obispo, me confieso / de soñar con la Iglesia / vestida solamente de Evangelio y sandalias, / de creer en la Iglesia, / a pesar de la Iglesia, algunas veces; / de creer en el Reino, en todo caso / -caminando en la Iglesia-». Que con las personas, los templos hicieran también voto de pobreza en sus estructuras materiales, como lo pedía San Bernardo en el siglo XII para sus iglesias del Císter. Sí, que al nuevo Papa no le doliera meter la hoz en el lujo de las poderosas instituciones eclesiásticas, comenzando por el propio Estado vaticano y el fasto mundano de la Curia rayando en ocasiones en lo lujurioso, tan denostado por algunos medios estos días. ¿Qué significan títulos tan grandilocuentes como «Santísimo Padre» o «Su Santidad», predicados del Papa, o los de «Eminentísimo» y «Excelentísimo» llevados con arrogancia por eclesiásticos relevantes, en flagrante contradicción con el precepto de Jesús a sus apóstoles: «No os hagáis llamar padres o maestros»? Pensamos con ingenuidad que si Jesús, paseando hoy de incógnito, podría reconocer a sus discípulos en San Pedro del Vaticano y en los infinitos e intrincados vericuetos de las congregaciones y de las Secretarías de la Curia. Querríamos que el nuevo Pontífice insuflara el mismo espíritu reformador a las iglesias locales y a sus fieles. Y también nos preguntamos para qué sirve la pompa de la liturgia de muchas iglesias y el lujo desmedido de las vestiduras del culto ordinario, cuando sabemos muy bien que la forma de vestir está determinada, siempre o casi siempre, por el poder económico y social de sus portadores, consolidando de manera eficaz su correspondiente rango social. La Iglesia no puede ser reformada, si su cabeza y en sus miembros caminan de espaldas al Reino de Dios, asentada en las riquezas y aliados con el poder, como lo decía no hace mucho H. Küng en un conmovedor ensayo teológico, titulado «Salvemos a la Iglesia» (2011).

Una teología sana, y en este caso nada sospechosa porque es de teólogos europeos, solía reflexionar sobre la divinidad de Cristo Jesús, que los apóstoles y sus íntimos habían descubierto en el testimonio ineludible de su libertad frente a la cultura de aquel tiempo y a una religiosidad, la judía, cultural y legalista hasta el paroxismo. Cuánto desearíamos que esa libertad cristiana se utilizara no sólo para defender a los oprimidos del mundo, víctimas: de la economía desalmada y del poder hipertrófico de la política, sino también promoviéndola al interior de la propia Iglesia. Ojalá el nuevo Papa, inspirándose en postulados tan esenciales del Vaticano II como la colegialidad de los obispos -él es, al fin y al cabo, obispo de la diócesis de Roma-, potenciara ese espíritu de colaboración, de corresponsabilidad y de servicio, contribuyendo, como el que más, a lavar el rostro de la Iglesia de Cristo, para tratar de hacerla, toda ella, ministerial. ¡Que el futuro sucesor de Pedro cediera alguna vez, o muchas, a la tentación de bajar del trono del Príncipe de los Apóstoles, el de la estatua de San Pedro del Vaticano, ante la que hemos rezado muchas veces el Credo, para perderse, «enciscarse» si fuera necesario, en el convulso río de la vida cotidiana, como el Pedro histórico de los Evangelios, aunque fuera a costa de pegar algún puntapié a aduladores, hipócritas y «bien pensantes de turno», como decía bellamente nuestro poeta andaluz y romano Rafael Alberti, en su conocido poema («Roma peligro para caminantes»).

Y que siguieran el mismo ejemplo de sencillez los obispos, comenzando por la reforma de su sistema electivo. La elección de nuestros pastores por el clero y el pueblo, una práctica medieval que nunca fue del todo real por la intromisión de los poderes laicos o eclesiásticos, se convertiría posiblemente en la premisa esencial, para la reforma de la Iglesia, según la apreciación de González Faus. Y siguiendo idénticos derroteros, los propios presbíteros estarían mucho más vinculados a las comunidades cristianas, de las que podrían salir y con las que no perderían el contacto nunca, ni siquiera en la etapa de formación. La reforma del celibato obligatorio de los sacerdotes, defendido en teoría como una forma ejemplar de vida, una «gloria del clero católico», pero desmentida tantas veces en la práctica por claudicaciones de todo tipo, podría constituir, asimismo, otro camino de acercamiento del ministerio sacerdotal a los laicos y a las familias cristianas. En una Iglesia oxigenada por este profundo aroma de libertades, sería mucho más fácil escuchar voces críticas y opiniones teológicas, formuladas sin el miedo a la censura y a las penas canónicas por los pensadores cristianos. Y también resultaría más fácil moverse en reuniones ecuménicas del brazo de otras confesiones, para propiciar entre todos que todavía es posible abrirse con coherencia hacia horizontes de trascendencia.

Desearíamos, asimismo, que el nuevo Papa devolviera a nuestra Iglesia un rostro verdaderamente popular, desde esa cercanía pobre, libre y sencilla de toda la jerarquía, comenzando por la cabeza, y rescatando todas las virtualidades del sacerdocio bautismal de los laicos. Que los fieles, mujeres y hombres, se sintieran corresponsables y partícipes en la vida de la Iglesia, y que repensara, de nuevo lo referente al sacerdocio ministerial de las mujeres, para que pudieran equipararse definitivamente a los varones. El teólogo Ruiz de la Peña, a quien muchos recordamos todavía con devoción, ponía esta cuestión entre los problemas pendientes de la Iglesia de finales del siglo XX.

También soñamos con una Iglesia verdaderamente «diacónica», es decir, servidora del mundo moderno, ofreciéndole no sólo su testimonio, sino también el compromiso de la compasión genuina y del servicio, poniendo en práctica con emoción eficaz el texto más conmovedor del Vaticano II: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de los que sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias, de los discípulos de Cristo. No hay nada verdaderamente humano que no encuentre eco en nuestro corazón» (Gaudium et Spes, n.1). Soñamos con regalar este texto al nuevo Papa en forma de «pin», para que lo lleve siempre cerca de su corazón.

Después de formular esta panoplia de reflexiones y buenos deseos nos sentimos todavía más insignificantes e ingenuos que al principio. ¿Para qué pueden servir? ¿Quién los utilizará como punto de partida de sus propias reflexiones? ¿Hasta dónde llegarán? Es como si estuviéramos soñando en una utopía maravillosa, pero completamente alejada de la realidad. Con todo, sentimos la satisfacción de haber soñado, y soñado despiertos, es decir, libremente. Y detrás de este tipo de sueños se esconde siempre la anhelada esperanza en un mundo nuevo, en este caso de una Iglesia renovada y animada por el Espíritu del Señor, que pudiera estar guiada por el nuevo sucesor de Pedro, aquel discípulo avezado a navegar en aguas turbias y oscuridades, confiando siempre en Jesús.

Para finalizar, y arrogándonos modestamente el carisma de la profecía, hacemos nuestras las conclusiones del mencionado libro de H. Küng:

«No puede ser salvada una Iglesia vuelta al pasado y enamorada todavía del Medievo, de la Contrarreforma y del Iluminismo.

No puede ser salvada una Iglesia patriarcal, con una imagen estereotipada de la mujer, con un lenguaje exclusivamente masculino y con roles de género perfectamente definidos.

No puede ser salvada una Iglesia cerrada en su propia ideología, caracterizada por el exclusivismo confesional, la arrogancia del ministerio o el rechazo de la comunión.

No puede ser salvada una Iglesia eurocéntrica, que defienda el exclusivismo cristiano y el imperialismo romano».

Existen rutas contrarias que apuntan hacia otros horizontes de transformación y de cambio. Y esperamos que el nuevo Papa se oriente por estos caminos, aun sabiendo que nuestras esperanzas pueden quedar frustradas. Porque se trata sólo de eso, de esperanzas. Y, además, esta confesión en voz alta nos ha servido para calibrar mejor lo que nos falta a nosotros mismos para acompasarnos a este modelo de Iglesia vestida «de sandalias y evangelio».