PARTICIPAR EN LA IGLESIA
El pueblo cristiano, entendido como comunidad que celebra la eucaristía asistido por sus ministros, “es linaje elegido y sacerdocio real” (1Pedro 2, 9), no es ignorante, ni peligroso, ni despreciable, ni inmaduro. Constituido por mujeres y por hombres que viven la fe con sus luces y sombras, entre sus miembros brota la acción del Espíritu Santo suscitando vocaciones y toda suerte de dones y carismas para la edificación de la Iglesia “como el Espíritu quiere” (1Cor 12, 11). Su compromiso y generosidad no terminan en su parroquia, ni en su diócesis, llegan donde las Iglesias locales y la solidaridad humana los necesitan. Por su condición de miembros del Cuerpo de Cristo, les devienen deberes y derechos no sólo como discentes y donantes sino como deliberantes, docentes y operantes. Deberes y derechos de todo cristiano, que son anteriores a la diversificación de los ministerios eclesiásticos.
Así se deduce de las Sagradas Escrituras, la Tradición Católica, fue práctica común en todas las Iglesias y lo continúa siendo de forma estatutaria en la mayoría de ellas. El magisterio de San Justino, San Clemente, Tertuliano y Orígenes son los primeros ejemplos de tiempos posapostólicos de lo que vengo diciendo. En el siglo V San Paulino de Nola afirmaba: “debemos estar pendientes de los labios de todos los fieles ya que el Espíritu de Dios alienta a todos los creyentes. Del mismísimo Papa Bonifacio VIII es la frase siguiente: “Lo que toca a todos debe ser debatido y aprobado por todos”.
Pero aún más. la efusión de los dones del Espíritu de Dios se extiende más allá del ámbito jerárquico episcopal, de la comunidad de los creyentes. “Los fieles venidos con Pedro quedaron atónitos cuando vieron que los dones del Espíritu Santo también habían sido derramados sobre los gentiles (Hech. 10, 45). Tenemos que entender que no solo para impulsar el progreso material de la humanidad, sino también para renovar las estructuras de la Iglesia y el progreso espiritual de los creyentes. La acción espiritual del Espíritu Santo no tiene fronteras religiosas, ni límites de tiempo. Se manifiesta donde quiere, como quiere, cuando quiere y a quien quiere en los signos de los tiempos.
Entre estos signos destaca en nuestro tiempo un anhelo universal de libertad, participación, igualdad y pluralidad, valores que afectan a todo el entramado material y espiritual de la humanidad y de manera radical a la dignidad individual, lo que concierne de lleno a la conciencia cristiana. Cuando una persona adquiere madurez espiritual no solo se desarrolla como individuo sino como miembro plenamente comprometido con la sociedad civil y la comunidad religiosa a las que pertenece.
Es un deber de todo cristiano, y un derecho conforme a los dones personales recibidos y reconocidos por la comunidad, participar como miembro orgánico, vivo, en las deliberaciones, enseñanza gobierno y santificación propios de la Iglesia, lo que significa la buena pedagogía para iniciar una nueva evangelización creíble en una sociedad cuyas instituciones y valores ya no son los de la Edad Media.
José Ramón García.