El agotamiento de un modelo eclesial

 

El reciente anuncio de la próxima dimisión del Papa Benedicto XVI generó un gran flujo informativo sobre asuntos eclesiales y del papado, y entre el material publicado abunda el dato de que pocos papas en la historia de la Iglesia terminaron su pontificado de esa manera. Es cierto, sólo cuatro o cinco papas en más de un milenio renunciaron a la tiara, y en todos los casos la renuncia o dimisión iba ligada a situaciones problemáticas, a algún tipo de crisis en la institución eclesial. El caso actual no es una excepción: se trata de una crisis del modelo eclesial hasta ahora vigente.

El motivo aducido por el dimisionario es que sus fuerzas y capacidad se ven disminuidos. El que ocurra eso no es extraño, se trata de una persona de avanzada edad, pero ese tipo de motivos no suele ser causa de renuncia al papado. Su antecesor aguantó hasta el final de su vida aun cuando en la última etapa de la misma se encontraba en estado mucho más precario. Y ese tipo de situaciones siempre fueron bastante normales en el papado. En casos de enfermedad y de incapacidad del pontífice reinante el Gobierno de la Iglesia, la Curia, podía seguir gestionando la institución según las directrices trazadas. El problema actual es la falta de confianza, al más alto nivel, en las directrices hasta ahora aplicadas. No es una falta de fuerzas o de capacidad, sino una falta de ideas. El pontífice ha comprendido, o le han hecho ver, que la institución eclesial transita, desde hace varias décadas, una ruta equivocada. Pero tampoco se ve clara la alternativa.

Benedicto XVI puede considerar su pontificado como un gran fracaso. Tanto si pretendía corregir lacras que se generaron en los pontificados anteriores (pedofilia y cosas por el estilo) como si pretendía proseguir la política antireformista de Juan-Pablo II, el balance es negativo según los criterios de valoración que la propia jerarquía eclesial usa para medir el resultado de su actuación: los templos y su culto están cada vez más vacíos, la población que se define como católica practicante es cada vez menos numerosa, escasean las vocaciones sacerdotales, la media de edad de sacerdotes y asistentes al culto es bastante alta, los matrimonios por la Iglesia y otros actos presencia social en la institución (bautizos, primera comunión…) disminuyen también, y lo que es peor, cada vez menos gente pone la X en la casilla de la Declaración de la Renta para la ayuda económica a la Iglesia.

La situación es más grave de lo que parece. Lo que entra en crisis ahora es un modelo eclesial que se habilitó precisamente para frenar ese proceso de deterioro cuando se atribuía al Concilio Vaticano II ser la causa del mismo. Más aún, el mencionado Concilio fue convocado justamente para poner remedio a ese proceso de deterioro que ya venía de atrás. En efecto: en el siglo XVIII la Iglesia había perdido a los intelectuales, en el siglo XIX a los obreros, en el siglo XX a la juventud. Y cambios de modelo eclesial aparte, el proceso de deterioro continúa: en el siglo XXI la Iglesia está perdiendo a las mujeres. ¿Qué es lo que pasa?

Buscando la raíz de los problemas de la institución quizá haya que remontarse a muy atrás. En 20 siglos se pueden cometer muchos errores. Por supuesto, también hubo grandes aciertos: no se subsiste durante tanto tiempo sólo a base de errores. Con todo, lo peor no es cometer errores sino persistir obstinadamente en ellos. Y en el movimiento religioso cristiano, del cual el papa de Roma es uno de los principales símbolos icónicos, aunque no el único, se persiste desde hace al menos 17 siglos en varios errores de los cuales en concreto la Iglesia Católica Romana se ha mostrado incapaz de salir.

Lógicamente, el estudio de tan largo período histórico y de los principales errores cuya persistencia lastra la institución no puede ser desarrollado, ni siquiera esquemáticamente, en un escrito como este. Sería necesario todo un concilio para abordarlo. Me limitaré a señalar las que veo como principales desviaciones del espíritu de Jesús de Nazaret, del cual todas las iglesias, la Católica Romana entre ellas, se pretenden seguidoras.

La primera y sin duda más grave de esas desviaciones es que la Iglesia, de hecho, se considera un fin en sí misma y no un simple instrumento para el avance humano en la construcción de lo que Jesús llamaba el Reino de Dios. Esto se percibe en que la institución ha hecho del culto la centralidad de su acción y de su misión. Por ejemplo, las parroquias y sus templos, más que lugares de reunión de verdaderas comunidades parecen dispensarios de servicios religiosos, a los que acuden las personas, cada vez menos numerosas, que se sienten justificadas por la asistencia a unas ceremonias. El seguimiento de Jesús es algo más comprometido, más involucrado en la transformación social de un mundo en el que domina la injusticia y la explotación, y que necesita desesperadamente un Salvador. Bastantes iglesias cristianas, entre ellas la Católica Romana, no han sabido mostrar el verdadero rostro de ese Salvador y Libertador.

Otra desviación es el dogmatismo. Es sabido que las diversas confesiones cristianas se definen en función de su credo específico; hicieron de las creencias un elemento diferenciador, factor de unión entre los que las compartían y de separación con los que disentían. Y sin embargo en el mensaje evangélico de Jesús no se encuentran dogmas por ninguna parte. En la Iglesia Católica la historia de la aparición de los dogmas es la historia de 17 siglos de continuada desviación del espíritu de Evangelio. El Credo, al que la cátedra eclesial llama pomposamente “el legado de la tradición”, es no solamente incomprensible e inasumible sino, además, absolutamente inútil e innecesario.

La tercera y última desviación que percibo es la jerarquía, el cesarismo, el autoritarismo. En contra de lo que se cree, y de lo que la propia jerarquía eclesial quiere hacer creer, la autoridad entre los seguidores de Jesús no sólo no se justifica con Evangelio en la mano sino que, por el contrario, en la enseñanza de Jesús se nos previene contra ese tipo de función según el esquema humano (véase: Mateo 20, 25-28; Marcos 10, 42-45; Lucas 22, 24-27). Desde la época del emperador Constantino y su famoso Edicto de Milán, la función dirigente en la Iglesia ha venido siendo, cada vez más, una cuestión de autoridad según el estilo que Jesús rechazaba expresamente. Se ha generado en la institución todo un escalafón de rangos y grados de poder, competencias y funciones. Y en la cúspide de esa estructura jerárquica, la figura del papa se ha ido sobrecargando de poder y majestad, al estilo humano, desde que, en el siglo V, con la desaparición del imperio romano de Occidente, el obispo de Roma pretendió heredar la autoridad anteriormente detentada por los Césares. Como símbolos externos de la autoridad que se autootorgan, desde entonces y hasta nuestros días, los papas ostentan el título de “Sumo Pontífice” que anteriormente llevaban los emperadores romanos y visten trajes de época que nos recuerdan los de aquellos soberanos.

Al contrario que las dos primeras desviaciones antes mencionadas, a las que, al parecer, la Iglesia nunca pensó en poner fin, esta de la autoridad cesarista mereció, por parte de la institución, algún tipo de intención reformadora. El poder acumulado en las altas esferas del aparato eclesial llegó a ser tan ostensible y abusivo, y generar tanta corrupción, que se hizo objeto de grandes ambiciones y luchas de poder. Es conocida la historia de las grandes luchas habidas en el seno de la Iglesia compitiendo por el poder papal. Los perdedores en esas luchas figuran como “antipapas” en la historia oficial de la institución. En 1413 existían en la Iglesia Católica no menos de tres papas a la vez. Uno de ellos tenía su sede precisamente en nuestro país, en Peñíscola. Los tres se pretendían detentadores de la legitimidad apostólica (como si esa legitimidad fuera algo realmente existente). Aquella situación es conocida en la historia como el “Cisma de Occidente”. El Concilio de Constanza, inaugurado ese año, depuso a los tres papas y eligió uno nuevo. Comenzaba entonces el desarrollo y aceptación de una doctrina, llamada “conciliarismo”, que la Asamblea de Constanza aprobó, según la cual el Concilio tenía autoridad sobre toda la Iglesia, incluido el papa. Y además el Concilio, como tal, se constituía en Asamblea permanente, de la cual el papa venía a ser algo así como un simple funcionario. Para hacer más comprensible este plan lo podríamos comparar con estructuras políticas de nuestra época diciendo que el Concilio sería como los actuales Parlamentos y el papa sería como un rey constitucional. De hecho, cuando en 1431 se reunió el Concilio en Basilea, aquello no se consideraba como un nuevo concilio sino como una continuación de las sesiones del anterior. Los papas que se sucedieron durante aquel período parecían asumir el esquema conciliarista de Constanza aunque en realidad, unos más que otros, conspiraban para restablecer el poder absoluto del papado. El conciliarismo fue liquidado en 1445 en Florencia, última sede de las sesiones conciliares. El papado vencía en toda la línea y se proclamaba el poder absoluto del Romano Pontífice sobre la Iglesia. El intento de auto-reforma de la institución eclesial había fracasado.

Para comprender aquel fracaso tenemos que tener en cuenta que los padres conciliares de Constanza no eran verdaderos reformistas. Ellos condenaron a la hoguera al checo Jan Hus y persiguieron inquisitorialmente a los seguidores de éste. Su lucha contra la autocracia papal, en el fondo, era impulsada por su propia ambición: en sus diócesis, cada uno de ellos, ejercía un poder autocrático como el que le negaban al papa para toda la Iglesia. Constanza hubiese sido un buen principio pero a condición de profundizar en la reforma en lo relativo a otros aspectos negativos de la institución eclesial. Pero como queda dicho, la autoreforma fracasó. Desde entonces la Iglesia se percibe como un sistema cerrado en el que no es posible la reforma desde dentro. Consecuencia de aquel fracaso fue la reforma que después se hizo desde fuera: luteranismo, calvinismo, anglicanismo… El nuevo cisma resultó más grave que el que se afrontó en Constanza, y sus consecuencias persisten aún.

Los tres concilios que siguieron: Letrán V (1512-1517), Trento (1545-1563) y Vaticano I (1869-1870), estaban condenados a ser anti-reformistas; fueron como fugas hacia adelante. En ellos se fortificó aún más el poder del papa. En el último de ellos se formalizó el poder de jurisdicción del Sumo Pontífice sobre todos los obispos del orbe, y además se le declaró infalible. ¡Más imposible! Desde entonces la Iglesia aparece como opuesta a todo tipo de progreso político e intelectual. Pío X condenó el liberalismo, laicismo, el modernismo, el socialismo, los derechos humanos… y la luz eléctrica. El Concilio Vaticano II sólo fue un tímido intento de atajar tamaño distanciamiento de la Iglesia con el mundo real. De hecho, se convocó bajo la condición de no tocar ni el legado dogmático ni el entramado jerárquico. En realidad, ese Concilio se veía a sí mismo sólo como el comienzo de un proceso que debía desarrollarse en un diálogo con las sociedades humanas, un diálogo en el que la Iglesia debía no sólo enseñar sino también aprender. Todos sabemos cómo fracasó el proceso que se iniciaba entonces. El frenazo se produjo ya, aunque no súbitamente, durante el pontificado de Pablo VI. Los dos últimos pontificados fueron especialmente nefastos para la concreción de los planes del Vaticano II y su desarrollo. Y ahora se constata que el último cambio de rumbo no produce los resultados esperados.

El futuro no está escrito en ninguna parte. Es previsible que el sucesor de Benedicto XVI no quiera continuar con la fuga hacia adelante en la que está inmersa la Iglesia desde hace varias décadas, y promueva algún tipo de retorno al espíritu del frustrado Vaticano II, sin descartar la celebración de un nuevo Concilio. En todo caso no lo tiene fácil; en la institución eclesial siguen siendo fuertes las corrientes reaccionarias que tienen miedo a cualquier intento de reforma. Y además está el hecho de que los fracasos anteriores, cuando la Iglesia intentó mejorarse a sí misma, hayan dejado a la institución carente de credibilidad e incapaz de despertar el necesario entusiasmo.

 

Faustino Castaño

Gijón, Febrero de 2013