ATILIO BORÓN1. Sandinismo e imperio: la batalla decisiva

25/07/2018

Nadie en su sano juicio, o actuando de buena fe, puede ignorar que la crisis en Nicaragua fue precipitada por múltiples factores. Varios de ellos endógenos; otro, exógeno pero crucial: el gobierno de Estados Unidos. Entre los primeros sobresale la errónea lectura de la coyuntura local e internacional unida a graves desaciertos prácticos del gobierno de Daniel Ortega. Esto culminó en una violenta represión ante las primeras protestas poniendo en marcha una espiral de confrontaciones cuyo destino final no es difícil de pronosticar. Si fracasan los diálogos de paz esta crisis pudiera dar lugar a un “empate catastrófico” de fuerzas cuyo desenlace suele resolverse, como lo enseña la historia, mediante una guerra civil en la cual uno de los bandos impone su voluntad sobre el otro.

En efecto, Washington se encuentra poseído por una irrefrenable ambición de someter al país centroamericano a sus designios, rubricando las numerosas iniciativas que desde mediados del siglo diecinueve y a lo largo de casi doscientos años tuvieron como único objetivo controlar el territorio nicaragüense.

Al examinar las causas domésticas de la crisis observamos una situación paradojal: sin previo aviso se produjo el súbito deterioro de la situación política en un país cuyo ordenamiento social se comparaba ventajosamente con el de sus vecinos. A diferencia de casi todos los demás países del área el flagelo de las “maras” era desconocido en Nicaragua; la seguridad ciudadana era de las mejores de Latinoamérica y muy superior a la del resto de los países del istmo…

Otros indicadores sociales muestran un desempeño similar: en años recientes el siempre difícil combate a la pobreza arrojaba en Nicaragua resultados módicamente alentadores, poco frecuentes en la región si se tiene en cuenta que durante mucho tiempo este país fue, después de Haití, el más pobre del hemisferio. Pese a ello, cálculos del Banco Mundial, actualizados a Abril del 2018, aseguran que “entre el 2014 y 2016 la pobreza disminuyó del 29.6 al 24.9 por ciento” al paso que en los últimos años la tasa media de crecimiento del PBI oscilaba en torno al 4 %...

Dados estos antecedentes, ¿cómo fue que se produjo el fulminante estallido de una crisis que hoy nos asombra y entristece? Como dijéramos en una nota anterior el gobierno cometió un grave error al responder con inusitada violencia ante una legítima protesta ocasionada por una regresiva reforma al régimen de la seguridad social. Protesta en la cual participaron no pocos simpatizantes y partidarios del sandinismo que ignoraban la iniciativa presidencial en ciernes. En efecto, el presidente Ortega hizo el sorpresivo anuncio de la reforma el 18 de Abril y cuatro días después, ante la contundencia y masividad del rechazo popular, procedió a revocarla. En circunstancias normales esto debería haber desactivado la bomba de tiempo que con su tic-tac resonaba en las calles de Managua. Pero los países de América Latina y el Caribe (y Nicaragua no es la excepción) no son “países normales” sino batalladores sobrevivientes en la periferia de un imperio que anhela su completa y definitiva subordinación. Precisamente a causa de esa “anormalidad” latinoamericana la violenta agitación callejera lejos de aplacarse con la marcha atrás ordenada por el gobierno se intensificó y extendió a otras ciudades del país. En cuestión de días una demanda puntual precipitó la rápida conformación de un amplio y sedicioso frente opositor reclamando la renuncia del presidente y el llamado a nuevas elecciones. ¿Cómo explicar tan perniciosa mutación?

Para responder a esta pregunta es preciso examinar el decisivo papel del gobierno de Estados Unidos como amplificador e interesado beneficiario de la crisis. Tal como dijimos anteriormente Washington alberga una añeja obsesión con Nicaragua. Un elemento clave que ha perturbado hasta la actualidad el sueño de la dirigencia estadounidense ha sido, en el siglo diecinueve, su interés por la eventual construcción de un paso bioceánico a través de Nicaragua y el temor de que tal obra fuese encarada por una potencia europea, Francia, que tenía planeado abrir una ruta transoceánica en Panamá. Frustrada esa iniciativa francesa y vez construido el Canal de Panamá por los estadounidenses la prioridad fue impedir la creación de una vía alternativa que compitiese con la panameña, controlada directa o indirectamente por Estados Unidos.

Esa preocupación, que se mantuvo latente a lo largo del siglo veinte, se acrecentó hasta el paroxismo en fechas recientes ante los anuncios de un acuerdo para la apertura de un nuevo canal pasando por Nicaragua y, además, financiado por capitales chinos. Si Beijing conmovió el tablero geopolítico y geoeconómico mundial con la vertiginosa reconstrucción de la “ruta de la seda” que -trece mil kilómetros de vías férreas de alta velocidad mediante- atrae inexorablemente al Asia meridional y a toda Europa a su hegemonía económica, la construcción y posterior control de un nuevo y más expedito canal en Nicaragua alteraría radicalmente el equilibrio estratégico nada menos que en el Caribe, la tercera frontera imperial como decía el profesor Juan Bosch, y como lo ratifican los manuales del Pentágono al hablar del Caribe como el “Mare Nostrum” de los norteamericanos. Sería, además, el tiro de gracia para la Doctrina Monroe y su pretensión de que en este continente sólo se oiga la voz de Estados Unidos y que ninguna potencia extracontinental se inmiscuya en los asuntos hemisféricos. La presencia china en Centroamérica y el Caribe constituiría para Beijing un poderoso argumento para neutralizar -o tratar de equiparar- la presencia de Washington en el Asia Pacífico, hacia donde, desde la época de Barack Obama, Estados Unidos ha desplazado gran parte de su flota de mar con la indisimulada intención de contener la expansión comercial y política china. Para el Pentágono, y sobre todo para la Administración Trump, que hizo de Rusia y China sus enemigos, nada podría ser más amenazante que la presencia de los herederos de Mao en el área del Gran Caribe y que eventualmente podría convertir a la tierra de Sandino en una base de operaciones no sólo comerciales sino también de índole militar. De ahí que el protagonismo estadounidense en la crisis nicaragüense no tenga nada de anómalo o inesperado. Es la previsible respuesta a un desafío militar, y no sólo económico, de vastas proporciones ante los cuales sería absurdo pensar que el imperio permanecería de brazos cruzados.

Por otra parte, a pesar que el gobierno sandinista parece haber archivado sus afanes revolucionarios, el sólo hecho de que mantenga relaciones de cooperación con países como Cuba, Venezuela y, en general, con los gobiernos del ALBA, es para Washington motivo más que suficiente para provocar un “cambio de régimen”, eufemismo para evitar hablar de golpes de estado y el subsecuente baño de sangre con que se escarmienta a los rebeldes del viejo orden. Es debido a ello que la Casa Blanca ha tratado, por todos los medios y sin pausas, de incidir en el proceso político nicaragüense y debilitar al gobierno de Daniel Ortega financiando con largueza a los partidos de la oposición, a un variopinto enjambre de ONGs –la mayoría de ellas non sanctas, encubiertos tentáculos del gobierno estadounidense- así como a numerosas organizaciones de la sociedad civil y a la prensa opositora, procurando por todos los medios desacreditar al gobierno sandinista y estigmatizar a la pareja gobernante. Esta intensa campaña de propaganda tiene por objeto denunciar a Managua como el asiento de una brutal dictadura y preparar el clima de opinión para convalidar su violenta erradicación mediante una “invasión humanitaria” coordinada por el Comando Sur con la complicidad, entre otros, de los gobiernos que constituyen no el Grupo sino el “Cartel de Lima.”

Es debido a ello que la crisis refleja con tanta nitidez el modus operandi recomendado por el manual de prácticas desestabilizadoras de la CIA, con sus paramilitares y mercenarios disfrazados de estudiantes universitarios o de jóvenes dispuestos a inmolarse por su adhesión a un puro ideal republicano aunque para ello deban matar, incendiar, secuestrar, destruir. Pero para que los planes del imperio tengan éxito y para que sus esbirros puedan mimetizarse con la población es preciso que haya quienes genuinamente salgan a protestar contra el gobierno. Sin ello la estrategia del imperio pierde toda eficacia. Y que en Nicaragua hayan salido a manifestarse no puede sorprender a nadie porque hay motivos para hacerlo. La corrupción es un problema muy grave, ya desde el primer gobierno sandinista cuando se hablaba de “la piñata”, aceptada con una mezcla de resignación e iracundia por parte del pueblo nicaragüense. Que la revolución se desvió del camino es otro dato irrefutable, transando con sus enemigos históricos: el empresariado y la Iglesia Católica entre otros. Que el poder revolucionario se concentró extraordinariamente en las manos de la pareja presidencial y que una deriva autoritaria del gobierno irrumpe cada vez con más frecuencia también es verdad. No se puede entender lo que está ocurriendo en Nicaragua sin tener en cuenta los síntomas de esta involución del sandinismo y el desgaste de su filo revolucionario. Pero que sobre la protesta de algunos sectores de la oposición –en algunos casos, multitudinarias- se montó, con relampagueante celeridad, todo el aparato de desestabilización del imperio es evidente hasta para un ciego. Y este no es un dato menor, sino que constituye “el dato” fundamental, la clave de bóveda para comprender el significado histórico de la crisis nicaragüense. La cloaca mediática latinoamericana y estadounidense descarga su artillería de “posverdades” y “plusmentiras” mientras denuncia a los gritos y con total impunidad los muertos causados por la represión del gobierno sandinista. Pero la verdad, cuidadosamente oculta, como antes se hiciera en el caso de la Venezuela Bolivariana, es que las víctimas se reparten casi por partes iguales entre ambos bandos.

Washington milita la contrarrevolución con una disciplina ejemplar y está siempre preparado para aprovechar cualquier oportunidad que se presente para desestabilizar a un gobierno poco propenso a obedecer a sus mandatos. Carece totalmente de escrúpulos morales y tiene fuerzas de despliegue rápido no sólo entre los militares sino en la cuantiosa masa de maniobra reclutada durante largos años y formada por una legión de paramilitares, mercenarios y ex presidiarios bajo parole dispuestos a lo que sea; también revistan en sus filas drogadictos desquiciados y contenidos por los estupefacientes suministrados por Washington en sociedad con los narcotraficantes; y tránsfugas de todo tipo, dispuestos a engrosar las filas del sicariato, a tomar iniciativas violentas entremezclándose en una marcha de novatos manifestantes que ignoran como se arma un cóctel molotov, o no se animan a incendiar vivo a un sujeto sospechoso, o a dotar de un “aire plebeyo” a las manifestaciones de la derecha contra cualquier gobierno de izquierda, o apenas progresista.

Por eso decíamos en nuestra nota anterior que la revolución nicaragüense es como la niña que navega en un bote en un mar embravecido y con un timonel que -lo digo con respeto pero también con esperanza- ha perdido el rumbo. Pero aún bajo estas circunstancias, sería absurdo entregar a la niña a sus verdugos o hundir el bote y arrojarla al mar. Ya sabemos lo que ocurrió cuando gobiernos progresistas o de izquierda cayeron a causa de la conspiración imperial. Basta mirar lo acontecido en Honduras, Paraguay o Brasil para vislumbrar lo que podría ocurrir en Nicaragua si la ofensiva destituyente en curso fuese coronada con la victoria. No hay razones para suponer que el gobierno de Daniel Ortega es absolutamente incapaz de ejercer una revolucionaria autocrítica, revisar lo actuado y enmendar sus errores. Es fundamental salir de esta crisis por izquierda, fiel al ideario del sandinismo. Para ello será necesario corregir el rumbo que ha seguido el gobierno en fechas recientes. Esto exige sacar de su letargo al FSLN y resucitarlo como fuerza política activa, potenciar su protagonismo en la gestión gubernativa y movilizar, reorganizar y concientizar a su base social para producir una radical redemocratización del proceso revolucionario. En pocas palabras, provocar una revolución en la revolución. El ensimismamiento del gobierno y su aislamiento en relación al pueblo sandinista y al propio partido de gobierno es vox populi en Managua, y de perpetuarse esta situación será inevitable incurrir en nuevos desaciertos que serían fatal para el gobierno de Daniel Ortega. El enemigo imperialista está al acecho, le tiende muchas trampas y la soledad del poder es muy mala consejera. Si el FSLN como fuerza política no recupera su protagonismo colectivo y se adueña del destino de la revolución, mucho me temo que estén contados los días de este bello sueño construido sobre la gesta épica de la prolongada lucha contra la dictadura de Somoza. Sería una derrota tremenda para un noble y valiente pueblo que luchó con un heroísmo ejemplar para hacer realidad su fidelidad al legado de Sandino, el “general de hombres libres.” Será también un golpe brutal a las esperanzas de los pueblos de Nuestra América, y la pérdida de una oportunidad que Nicaragua tardará mucho tiempo en reencontrar. Dixit et salvavi animam meam.

http://insurgente.org/atilio-boron-sandinismo-e-imperio-la-batalla-decisiva/

 1 Atilio Alberto Borón (Buenos Aires, 1 de julio de 1943) es un politólogosociólogocatedrático y escritor argentino. Doctorado en Ciencia Política por la Universidad de Harvard (CambridgeMassachusetts). Es profesor de la Universidad de Buenos Aires e investigador del CONICET, Consejo Nacional de Investigaciones Técnicas, ente autárquico dependiente del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva de Argentina, destinado a promover el desarrollo de la ciencia y la tecnología en ese país.